miércoles, 13 de febrero de 2013
Gaztelaniaz idazteko saiakera, hori baino ez.
Era una fría tarde de invierno, llovía a cantaros en la capital española y las nubes parecían tragarse la poca felicidad que un rutinario miércoles lectivo puede ofrecer. Los transeúntes caminaban ligeros, deseosos de su llegada al hogar para poder al fin, refugiarse del desagradable mundo del día a día. Volar a uno diferente, un mundo que no todos conocen, que solo los valientes prueban; los traviesos, los miedosos, los que apagan la luz para ahorrar, los que agotados, se tumban en el sofá para descansar y descubren que quizás, no se encuentran tan cansados. Ese mágico lugar en el que Alexandra y Sara decidían perderse tras cada jornada, dándole así, algo más de sentido a sus monótonas vidas. Aquella tarde, ambas observaban la televisión, que una vez más, parecía darle la mano al aburrimiento, como si quisiera tentarlas a algo. Ellas seguían tumbadas en el sofá, pecho contra espalda y con el suave tacto del brazo de Sara abrazando a Alexandra. Se sentían a gusto, cómodas, demasiado. Escuchaban llover en las calles, mientras se protegían bajo el calor de una gran manta que las cubría. Sara comenzó a abrazar a Alexandra contra si, dejando su mano en uno de sus pechos, drogándose con el embriagador perfume de sus pelirrojos rizos. Entonces decidió girarse y mirarle a los ojos a la locura, a su particular perdición y perderse en sus labios como si el mundo acabara el viernes, tal como pronosticaron los mayas. No podían parar de tocarse los senos la una a la otra, un extraño calor se había formado en ellas. Tiraron la manta al suelo y Sara se tumbó sobre Alexandra. Le agarró las muñecas con sus manos, para seguido, volver a besarla, moviendo su lengua dentro de su boca tan rápido como la luz. De repente paró, sonrió, se mordió el labio y le quitó la camiseta. Sus labios enloquecían en su cuello, pero no más que Alexandra. Recorrió con su lengua desde el comienzo del cuello, hasta su sedienta boca, y así darle, lo que a gritos pedía. Aprovechó ese momento de intenso placer, para que su mano derecha se colara hasta su espalda y le soltara el sujetador. Se lo retiró completamente y lo lanzó al suelo, masajeando sus ya libres pechos con sus manos.
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